Natalí Schejtman
Algunas observaciones in progress.
¿Sabés que había antes de tal museo, en el lugar en donde hoy se erige tu edificio o el barcito al que vas tan seguido? Antes antes, eh, no cuando lo ocupaba el propietario precedente.
Probablemente no y tampoco te importe. Pero acá estamos frente a los cuestionamientos y las ideas que nos suscita un espacio de los que llamamos “reciclado”, en donde lo anterior no fue demolido sino reformulado; mutó. Y no es viejo túnel de contrabando devenido salón de fiestas o elegante reliquia histórica. Este es un lugar de terror reciente, famoso: es una causa.
Cuando entramos al predio vivimos ese aplomo y hasta puede que sintamos unas hormiguitas congeladas recorriéndonos los brazos. Y sin embargo, están estos caminitos de cuento, estos árboles frondosos, estos banquitos de plaza, este sonido de los pajaritos. Pero de nuevo, ciclotimia con visos cinematográficos mediante, de repente el cielo se vuelve negro, los rayos convierten el paisaje en siniestro y cada árbol es una persona rígida, vigilando y castigando. ¿Pasado o presente? ¿Cómo es este juego de referencias de un predio que se quiere reinaugurar, con presente y sin olvido, con mucha vida y el recuerdo de mucha muerte? ¿el arte le da vida al espacio? ¿qué hace el arte a todo esto?
Esas y muchísimas más preguntas nos podemos hacer cuando entramos al C.C. Haroldo Conti y a la sala de arte para ver las Mutaciones. Son las Mutaciones del espacio y del tiempo. Ahora estamos en un lugar blanco, lleno de luz y ventanales, un lugar tan tan tan amplio que convierte a cualquier obra en pequeña. Y sobre todo, las resignifica sin excepción.
Las obras no piden permiso. Están ahí, como si estuvieran okupando orgullosamente un espacio que les tiene que empezar a ser propio. Algún día, quizás, esa motocicleta -de Patricio Gil Flood- va a llegar a su destino o a algún destino. Ahora presenta un estadio disperso pero erecto. Está viendo cómo evolucionar. Se va a mover. ¡Es una moto! Y una rueda quieta además es como un desperdicio, como una pelota desinflada o un teléfono descompuesto.
Los biombos coloridos de Cristina Schiavi, repensados para la ocasión, están plantados, ponen límites muy contundentes –y a la vez llenos de artificio- para estrenar una nueva concepción del lugar. Y emergen hacia arriba desde un piso de ladrillos “original”. Uno que queda de “esa” época. El límite entre lo de antes y lo de ahora es horizontal, es el suelo. Sobre ese suelo reposan, horizontales también, las piezas de Elba Bairon que se ven, en ese contexto, casi arqueológicas, rescatadas.
Pero si se trata de okupar el espacio, de sobrepasar esos ladrillos grises, la acción tiene que ser más física. Y ahí tenemos la última obra, la obra fisiológica de Jorge Opazo, que con algo de Street Art realmente se propone marcar territorio. Ante la pregunta de si el arte “lava” un pasado desagradable, Opazo, a su modo, ensucia.
No sabemos todavía exactamente para qué. Irá mutando. Pero este espacio está meado: ya le pertenece al arte.
Natalí Schejtman
Octubre 2010